La teología del imperio aparece en su desnudez en los Estados Unidos en la década de los setenta y luego se extiende rápidamente. Se rompe así con una fachada tradicional de la sociedad burguesa, según la cual la religión es tratada como un asunto privado. El Estado burgués vuelve a asumir una posición religiosa expresa y empieza así a tomar parte en los enfrentamientos que se presentan entre grupos religiosos. Primero surge una posición teológica del gobierno de los Estados Unidos y, paralelamente, en otros gobiernos, posición que es defendida públicamente y reforzada por sus respectivos aparatos represivos, militares y policiales. Se trata de una teología política a partir del ejercicio del poder, la que se impone a nivel del imperio. De aquí en adelante trataremos de formular algunas tesis sobre el trasfondo y el contenido de este fenómeno.

1. La respuesta a la teología de la liberación

Esta teología del imperio es evidentemente una reacción y un intento de respuesta a la teología de la liberación. Esta había surgido en América Latina durante los años sesenta llegando a tener un mayor impacto público entre 1970 y 1973 a partir de su afirmación por los Cristianos por el Socialismo en el Chile de la Unidad Popular. Ya en este tiempo era notable la gran influencia, que estos grupos y esta teología podía lograr no solamente en América Latina, sino también en los propios EE.UU. Nelson Rockefeller ya había anunciado después de su viaje por América Latina en 1968 esta importancia. Por lo tanto, ya el Informe Rockefeller llama a tener atención especial sobre este nuevo fenómeno. Sin embargo, especialmente la experiencia de la Unidad Popular removió suficientemente el terreno para que apareciera una reacción masiva. Esta reacción nació a partir de un mo-vimiento religioso de los EE.UU., que se había formado desde hacía casi cien años. Se trata del fundamentalismo protestante, cuyo origen es más bien apolítico, pero con un fuerte acento antipolítico y antiestatal. Ello formó una corriente religiosa muchas veces subyacente, que considera la política como algo mundial, ajeno a la preocupación religiosa y normalmente como su obstáculo. Tiende a la formación de comunidades separadas, que formulan su ética más bien en términos puritanos. Un rol importante en esta ética lo constituyen precisamente el no bailar, no beber, no ir al cine, y el no fumar. Aunque es tan desconfiada frente a la política y el Estado, es, sin embargo, altamente activa en el campo económico, donde persiguen la ganancia e incentivan toda actividad comercial. El mundo que amenaza al fiel creyente es el mundo de lo político, no el mundo del mercado. El fiel se puede desempeñar en el mundo del mercado sin ningún peligro, mientras que el mundo de lo político y del Estado, así como también el mundo de las organizaciones populares, constituyen un peligro para él. Se trata, por lo tanto, de grupos relativamente prósperos, con alta tendencia a aislarse de todas las esteras políticas. Se sienten los elegidos por Dios, dividen el mundo entre ellos y todos los otros, de una manera maniquea, perciben al Estado como cercano a la bestia del apocalipsis y esperan el fin del mundo en términos muy próximos. Hacen dinero para agradar a Dios, y se asilan de los otros, para conservar su fe, reducida a las simplificaciones de la ética puritana restringida. Piensan en términos altamente dogmáticos con una teología sin mayores sutilezas. Sin embargo, están convencidos de poder sustentar sus posiciones en lo que llaman la lectura literal de la Biblia. Esta lectura es altamente arbitraria, aunque sea percibida como la única literal posible. En los años setenta, estos grupos son transformados en la base de un movimiento religioso en contra de la teología de la liberación y en favor del nuevo conservatismo de masas, que a partir de 1980 llegó al poder en los EE.UU. con la presidencia de Reagan. Especial importancia en esta transformación tiene el predicador Jerry Falwell, quien empieza a formar un movimiento que se origina directamente en esa tradición fundamentalista, la Moral Majority, pero cuya importancia va mucho más allá de este grupo. Surge así un conservatismo de masas, que es un movimiento de masas antipopular sumamente parecido a lo que fueron los movimientos fascistas de los años veinte y treinta. Son movimientos fuertemente influenciados por la iglesia electrónica recientemente surgida, que toma, de hecho, su conducción espiritual. Se hacen ahora presentes en la sociedad, apoyando la posición política neoliberal y neoconservadora. Este encuentro se hace posible por el hecho, de que la posición neoliberal reproduce casi exactamente en el plano de la economía y de la teoría económica el esquema que el fundamentalismo había desarrollado en términos religiosos con anterioridad. Aunque el neoliberalismo lo vincule con otro tipo de ética privada, ambos tienen una posición común en relación a la percepción de la política y del Estado, por un lado, y de la importancia de la persecución de las ganancias y de los mercados por el otro. Eso permitió, llegar a una coincidencia entre el interés político liberal y estas corrientes fundamentalistas, lo que hizo posible la transformación del fundamentalismo en movimiento político, una tarea cumplida especialmente por la iglesia electrónica. Podía surgir, por tanto, un go-bierno, que asume explícitamente posiciones religiosas y teológicas, para basar en ellas su política imperial. Eso mismo le permitió responder a la teología de la liberación --- que se había vinculado estrechamente con los movimientos populares en América Latina- con una teología antiliberadora que hacía posible movilizar masas en EE.UU. en contra de los movimientos popu-lares en América Latina. Para responder a la teología política contenida en la teología de la liberación, se crea una teología política antiliberadora. El Estado liberal ya no considera la religión como un asunto privado, sino que la transforma nuevamente en un asunto público. Junto al choque de intereses, aparece el enfrentamiento en un conflicto religioso. A través de la respuesta a la teología de la liberación, los poderes públicos de los EE.UU. asumen su teología propia. Asociaciones como el American Enterprise Instituto forman ahora departamentos teológicos; los servicios secretos asumen actividades de promoción religiosa; la policía y el ejército capacitan especialistas en teología, el presidente de los EE.UU. da a todos sus discursos una estructura, que transmite un determinado tipo de religiosidad.

2. El neoliberalismo y el fundamentalismo: el mercado total.

A partir del fundamentalismo cristiano de EE.UU., se formula la nueva teología del imperio. Sin embargo, eso es solamente posible, porque ahora el imperio pasa a una visión de la economía mundial y del sistema del mercado marcadamente diferente de la visión predominante en las décadas anteriores. Aparece ahora el neoliberalismo antiestatal, que corresponde efectivamente a esta nueva visión del sistema mundial. La ideología imperial de las décadas anteriores era más bien la de un capitalismo intervencionista, que sostiene toda una política reformista del Estado burgués. La Alianza para el Progreso es una de las expresiones de esta orientación política general. Es a fines de los anos sesenta y, especialmente durante los años setenta, que cambia profundamente esta orientación. Allí aparece un escepticismo profundo frente al intervencionismo capitalista, y surge más bien la impresión, de que el reformismo del Estado burgués tiende a subvertir el propio carácter burgués de la s sociedad. El propio reformismo burgués parece tener una lógica que a la postre destruye la sociedad burguesa. Un antecedente importante para esta interpretación es la experiencia chilena en los años sesenta. El gobierno demócrata-cristiano de Eduardo Frei inicia en Chile un proceso de reformas sociales intenso y serio. Se expresa especialmente en la reforma agraria y en el fomento de la organización popular por la Promoción Popular en los barrios marginales y en el campo. El ambiente político influenciado por la Alianza para el Progreso había aportado, sin duda, a la posibilidad de su surgimiento. Pero este reformismo burgués ciertamente incidió en términos decisivos en el éxito de la Unidad Popular en el año 1970. Parecía haber una lógica del desarrollo desde la Alianza, con su intención reformista, hasta la Unidad Popular con su intención más bien revolucionaria. Fenómenos parecidos se dieron durante los años sesenta en muchos otros países, en el Brasil del Presidente Goulart, en el Peronismo argentino, en la dictadura militar peruana del General Alvarado, en el Frente Amplio en Uruguay. El imperio se siente en peligro, y responde por una reorientación completa de su enfoque general de la política de reformas. Tanto los neoliberales como los neoconservadores sacaron de esta experiencia la conclusión de que la política de reformas del Estado burgués no es más que un paso hacia la transformación de la propia sociedad burguesa en sociedad so-cialista. Sí se quiere estabilizar la sociedad burguesa, es necesario, renunciar a cualquier política sistemática de reformas sociales y establecer un capitalismo completamente excluyente. El neoliberalismo resultante es antirreformista y anti-intervencionista respecto al Estado y su relación con el mercado. El mercado es tratado como la instancia capaz de resolver todos los problemas de la sociedad, y el Estado deja de tener función alguna respecto al mercado. Si mantiene una función, ésta se deriva del hecho de que siguen habiendo grupos interesados que tratan de utilizar el Pastado para fines reformistas. El Estado adquiere, por lo tanto, la única función de derrotar y eliminar a aquellos movimientos sociales que lo quieren utilizar para estos fines. Si no existieran tales grupos sociales, no habría Estado. El Estado, por lo tanto, tiene su única legitimidad en la destrucción de las fuerzas sociales que se resisten al mercado. Es un Estado militante del mercado, cuya necesidad tiene su origen en la falta de comprensión de los intervencionistas y reformistas. Se trata, en este sentido, de un Estado "anti-Estado", un Estado empeñado en la destrucción del Estado, para que el mercado pueda ser el medio de socialización excluyente de toda la sociedad. Es un Estado que rápidamente se transforma en un Estado terrorista, Estado totalitario montado encima del mercado total. Esta transformación del mercado en mercado total termina con un desarrollo anterior del sistema capitalista, que descansaba sobre una experiencia contraria ; era, particularmente, la experiencia europea. En ella, el reformismo del Estado burgués se había mostrado eficaz frente a los movimientos revolucionarios surgidos en el siglo XIX. Especialmente después de la II Guerra Mundial, la política reformista del Estado burgués llevó, en Europa Occidental, a la disolución de esos movimientos revolucionarios y a su posterior integración a la sociedad burguesa. Así resultaron los movimientos socialdemócratas actuales, los que se orientan, predominantemente, por metas escogidas en el marco de las posibilidades de estabilidad de la sociedad burguesa. La experiencia correspondiente se puede resumir por un lema que la describe perfectamente: de la revolución a la reforma. Toda vía, las sociedades burguesas europeas de hoy funcionan con la presencia de esta experiencia. De la misma manera inspiró a la Alianza para el Progreso y al gobierno reformista de Frei en Chile de los años sesenta. Se trata de un reformismo seguro de sí mismo, que confía en poder cumplir con todas las metas realistas de los movimientos revolucionarios socialistas en el marco de la sociedad burguesa. En este mismo sentido, inspiró al desarrollismo latinoamericano de las décadas cincuenta y sesenta. Esta confianza se rompe en los años 60 y 70, lo que lleva al enfoque opuesto al sistema capitalista. La experiencia latinoamericana de estas décadas apuntaba en sentido contrario. Así, movimientos populistas y reformistas en América Latina se transforman en movimientos revolucionarios. Lo hacen con mucha más fuerza, cuanto más experimentan los resultados de las reformas del Estado burgués. La experiencia latinoamericana de las reformas sociales es una profunda frustración resultante de su ineficacia, y de la búsqueda de caminos más allá de la sociedad burguesa que puedan asegurar el éxito de reformas, que en la sociedad burguesa subdesarrollada no se puede dar. El mismo impulso reformista de la sociedad burguesa lleva al cambio revolucionario. Eso ocurre con mayor fuerza cuanto más serio ha sido el esfuerzo de reformas por parte de la sociedad burguesa. Efectivamente, los reformismos de los años 5O y 60 en América Latina no son simplemente demagógicos. Se trata más bien de un movimiento, que busca con seriedad la solución de los problemas económicos y sociales pendientes , y que está dispuesto a aceptar sacrificios en este camino. Pre-cisamente la seriedad del esfuerzo reformista de este período explica el hecho de que los movimientos reformistas se reestructuran y tienden a transformarse en movimientos revolucionarios. Un reformismo sin seriedad habría llevado a reclamar un reformismo más profundo. Pero no se dudaba de la seriedad de muchos de los reformistas burgueses de este período, como aquellos que promovieron el desarrollismo de la CEPAL y el modelo de substitución de importaciones. Lo mismo se puede decir de muchos partidos socialdemócratas o demócrata cristianos de la época. En ese tiempo había un espíritu serio de reformas y existía la disposición de llevarlas a cabo; sin embargo, esos movimientos reformistas querían reformas, pero las querían realizar en el marco de la estabilidad de la sociedad burguesa misma. En la medida en que, precisamente, eso resulta imposible se encontraron frente a una alternativa que, a la postre, resultó nefasta. Llevar a cabo eficientemente las reformas iniciadas, resultó en la necesidad del cambio de las estructuras, un cambio que no podía ser sino revolucionario. Insistir, por el contrario, en la estabilidad de la sociedad burguesa, resultó en la necesidad de echar atrás en ese ímpetu reformista. Los movimientos reformistas tienen que definirse en los años sesenta y setenta frente a estas dos alternativas y como resultado, se dividen. Por un lado, aparecen las corrientes que se definen en la línea del cambio de estructuras, formando así un nuevo tipo de movimientos revolucionarios; por el otro, aparecen los grupos que impulsan un capitalismo antirreformista, que parece ser la única alternativa posible frente a la lógica revolucionaria del ímpetu reformista. Al aparecer el reformismo revolucionario como única perspectiva eficaz y realista del reformismo, la sociedad burguesa se define en sentido antirreformista. Se trata de algo que efectivamente está impuesto por una lógica de los hechos. Si sobrevive algún reformismo burgués, es ahora más bien el reformismo cínico de la guerra antisubversiva, que realiza reformas para quebrar los movi-mientos populares, y que revierte las reformas en el momento de la victoria sobre ellos. Se trata en este caso de un reformismo demagógico, tal como aparece en aquellos países donde existe un movimiento popular combativo con posibilidades de éxito corno, por ejemplo, en El Salvador, en Guatemala o en Honduras. En ellos no hay ninguna seriedad detrás, porque no hay esa profunda convicción que concede legitimidad intrínseca a la exigencia popular de la satisfacción de las necesidades básicas, que sí tenía el reformismo de los años 50 y 60. La consiguiente polarización, que ahora se da en América Latina, es la polarización: Reformas o capitalismo. El mismo reformismo se ha transformado en una exigencia inevitable del cambio de estructuras, y el capitalismo en la exigencia igualmente inevitable de abandonar la tradición reformista para volver a ser capitalismo bruto, de negación de los más esenciales derechos humanos. Ya no es sólo reforma o capitalismo, sino también derechos humanos o capitalismo. Por lo tanto, la relación entre capitalismo y reformismo ha cambiado produndamente. Si en Europa todavía se puede decir que en el origen de los grandes movimientos reformistas de hoy se encuentra un movimiento revolucionario, e n América Latina se puede decir que en el origen de los movimientos revolucionarios de hoy se encuentra un movimiento reformista. Ante este hecho, el imperio reacciona. Para salvar al capitalismo sacrifica el humanismo liberal anterior y transforma el capitalismo en un régimen declarado de destrucción humana en nombre del capital y del mercado. Hay un grano de verdad en esta posición: reformismo hoy significa el cambio del capitalismo hacia el socialismo. En la ideología imperial eso lleva a la consideración de todo reformista como socialista, sea consciente o inconsciente de este hecho. Por lo tanto, eso lleva a una nueva polarización maniquea que permite, precisamente, la alianza del neoliberalismo con el fundamentalismo cristiano, como se ha producido en el curso de la década de los setenta en los EEUU y ha sido exportada desde allá hacia la totalidad del imperio.

Imperio y mercado: el Dios-Dinero.

Al contraponer rígidamente capitalismo y reformas sociales, capitalismo y derechos humanos (económicos y sociales), la ideología del imperio se hace nítidamente maniquea. Introduce en las luchas sociales un principio trascendente de polarización, según el cual la destrucción de un polo --- el de las reformas sociales- es la realización del otro --- la armonía paradisíaca de los mercados. El mercado es visto como el camino al bien absoluto de la humanidad, su utopía fulminante, que se realiza por la destrucción y eliminación de todas las resistencias e n contra de él. De esta manera, el mundo se polariza entre Dios y el Diablo, entre Reino del bien y Reino del mal, entre el nuevo Jerusalén prometido por el mercado y la Bestia promovida por el reformismo, el intervencionismo y la planificación económica. Aparece el Dios, que se glorifica por la destrucción de sus enemigos, cuyo honor es la venganza por las ofensas que ha recibido de parte de ellos. Pero al identificar diablo, la Bestia con las reformas económicas y sociales, se Identifican el diablo y la Bestia con la reivindicación de los pobres. Por tanto, el honor de Dios es la destrucción de los pobres, de los movimientos populares y de toda reivindicación del derecho a la vida de todos. Aparece así un Dios que devora a los pobres, un Dios que no es más que la personificación trascendentalizada de las leyes del mercado, un Dios que pide sacrificios, no misericordia. La divinización del mercado crea un Dios-dinero: in God we trust. Esta relación con el Dios-mercado es completamente sacrificial. La muerte del enemigo de este Dios es la vida del Dios mismo y de aquellos, que se relacionan con él. De la muerte nace la vida, de la destrucción de la resistencia a los resultados destructores del mercado y de la muerte de los que se resisten, nace el brillo utopista de la armonía preestablecida del mercado. No se trata simplemente de que haya destrucción en el camino. La destrucción y la muerte mismas parecen ahora ser salvíficas. El mercado mismo se transforma en un altar sacrificial y la vida en él un acto religioso. Esta teología parte siempre de una teología del Dios creador, quien creó al hombre de I una manera tal que, al conocerse al hombre, llega a comprender el mercado como la ley básica que el Dios-Creador arraigó en su naturaleza y en su alma. Al conocer al hombre ésta su ley, su corazón se alegra para cumplirla. Esta ley es la Ley del Valor, única ley valedera de Dios. De esta manera se sustituye la ley natural de los antiguos, especialmente de Aristóteles y Tomás de Aquino, que es una ley de la vida concreta que concede al hombre el derecho de vivir. Esta ley natural identificada con la Ley del Valor, ya no conoce sino la vida del capital en el mercado, al cual hay que sacrificar toda vida humana en caso de necesidad. La ley natural de los antiguos sacrificaba la Ley del Valor por la vida humana concreta; esta nueva ley natural liberal sacrifica ahora la vida humana concreta a las exigencias de la Ley del Valor y del mercado. Dios como creador se ha transformado en un creador de la Ley del Valor y del mercado, que creó el mundo concreto circundante nada más que como campo de aplicación de su ley central: el dinero y el capital. Lo que la tradición liberal llama naturaleza, no tiene nada que ver con lo que es naturaleza concreta. Por lo tanto jamás puede ser protegida protegiendo árboles y animales. Proteger árboles y animales, es más bien una rebelión en contra de la naturaleza, si llega a limitar las leyes económicas del mercado. Aunque se destruyan todos los árboles, la naturaleza está adecuadamente protegida, si ésta destrucción se lleva a cabo en los marcos de la sociedad del mercado, en pos de la maximización de las ganancias. El Dios creador lo ha hecho así, y él corre con los riesgos y las consecuencias. Resistir sería orgullo humano. Eso explica la cercanía de esta teología del imperio con determinados enfoques apocalípticos. AI percibir sus autores el carácter destructor del sistema y la posibilidad de acabar con la misma humanidad, crean una esperanza más allá de la destrucción total, expresada por el milenio del apocalipsis. Aunque el mundo termine a razón de esta fidelidad del hombre a las leyes del mercado, Dios promete este milenio a aquellos que mantienen esta ley aunque perezca la tierra. Dios pide colaborar, porque la destrucción tiene que venir, para que surga más allá de ella el milenio de la humanidad. La teología del imperio tiene esta perspectiva apocalíptica, que le da su coherencia aparente. Puede seguir con su esquema básico sin preocuparse siquiera de la sobrevivencia de nadie, ni siquiera de sí misma. Eso adquiere nuevamente un sentido sacrificial. La destrucción de la tierra y de la humanidad aparece como el sacrificio del cual resulta la gloria del milenio. Esta percepción del milenio no conserva ningún sentido de liberación humana, sino que es la legitimación de la dominación más absoluta sobre el hombre. El apocalipsis es ahora el gran autosacrificio humano que trae la redención. Esta es la forma, en la cual el apocalipsis y la esperanza del , milenio existen en la edad moderna y, especialmente, en este siglo. Ha adquirido cada vez más este significado de escape destructor que legitima sistemas de opresión más allá de la propia existencia de la humanidad y de su suicidio colectivo. Cuanto más el pensamiento moderno se transforma en un pensamiento de praxis, la referencia al milenio se ha transformado en el pensamiento de la negación de la praxis liberadora para justificar la destrucción hasta el final, al prometer la tierra nueva más allá de este final. De esta manera da un sentido aparente a la destrucción total, y por lo tanto, a la continuación sin límites de un sistema económico-social destructor. La primera vez se vio esta capacidad ideológica del milenio fue en la referencia que a él hicieron los Nazis en los años treinta. Al hablar de su imperio como un milenio (tausenjaehriges Reich) o como Tercer Reich (drittes Reich), establecieron esta referencia aprovechándose también de esta posibilidad de legitimar, a través del milenarismo, su suicidio colectivo. Lo realizaron con el mismo sentido sacrificial que deriva del sacrificio de los otros la esperanza de realización de su milenio. El Holocausto del pueblo judío se inscribe en esta sacrificialidad. La teología del imperio repite hoy este fenómeno, y parece tener un éxito parecido a aquel de los Nazis, aunque ahora pongan el mercado en el centro y no la raza superior. Sin embargo, la lucha de razas que propagaron los Nazis no era más que una transformación darwiniana de la propia lucha de mercados. Ambos tienen la misma raíz, la cual es la rebelión de una clase dominante en contra del derecho a la vida de todos.

El individualismo ético: la privatización de la ética.

Esta teología del imperio contiene una ética basada en el individuo como hombre solitario, enfrentado a un mundo exterior compuesto por la naturaleza objetiva y el conjunto de todos los otros individuos. El individualismo ético no reconoce sino los valores del mercado para esta relación con el mundo exterior: propiedad privada y cumplimiento de contratos. Transforma incluso hasta e! respeto a la vida del otro en una cara de la propiedad privada, que cada uno tiene sobre su propio cuerpo. Hasta los mismos derechos humanos son transformados en derechos de propiedad privada sobre sí mismo, y el matrimonio, un contrato igual que otros. Fuera de este mundo de contratos no hay obligaciones, y el derecho natural consiste en el recono-cimiento de estos contratos como única base legítima de la ética. Etica y relación mercantil ya no se diferencian y, por el contrario, se identifican. En esta ética individualista, el valor mismo de la justicia se identifica con el cumplimiento de contratos, y jamás se la puede contraponer. Propiedad privada y cumplimiento de contratos: eso es la justicia. Fuera de esta justicia puede existir también el valor de la caridad. Pero ella no es ni norma ética ni obligación. No interfiere con la justicia, sino que se refiere únicamente a la recomendación referente a los resultados económicos justamente obtenidos. Todo resultado obtenido en el mercado es justo, con la única condición del respeto a la propiedad y los contratos. Sin embargo, el individuo es libre en la determinación del uso de estos resultados, que son sus ingresos. Puede destinarlos libremente, asegurando que ello no interfiera jamás con la justicia identificada con los procedimientos del mercado. Por lo tanto, puede destinarlos también a obras de caridad. Pero fuera del mercado, no hay obligaciones. De esta manera, la ética liberal constituye un ámbito privado no determinado por la ética de la propiedad privada y del cumplimiento de contratos, sin interferir en ella. Presupone, por lo tanto, la vigencia estricta de la ética individualista. La ética privada es la ética del individuo, que se determina en el marco de libertad que deja la ética individualista. Es una ética referente al tipo de vida que lleva a cabo el individuo, sin interferir con su individualidad. Es una ética que aprovecha el espacio que la ética individualista deja abierto y libre para el comportamiento privado. En la línea del fundamentalismo cristiano, esta ética privada es una ética formalmente puritana rigurosa: no tomar, no fumar, no bailar; pero es, a ¡a vez, una ética del trabajo en función de la ética individualista. Destaca así los valores individualistas de la participación por medio del trabajo en la lucha de los mercados. Se trata de una ética despiadada que exige una inversión de todos los valores de la vida concreta. Al privatizar la ética del comportamiento diario, destruye cualquier relación directa con los otros hombres reduciéndola a una relación mediatizada por el mercado. Exige una dureza del corazón nunca vista, que transforma cualquier relación humana en una relación abstracta entre objetos. Transforma el "no dar" en el principio máximo de la ética, la destrucción del otro en imperativo categórico. Frente al hombre desempleado no reacciona exigiendo solución a su problema, sino que pide soportar la situación porque el mercado algún día la resolverá. Pero hay que dejar actuar al mercado, y jamás interferir en él. Recién cuando actúe se puede dar limosna, pero él no la puede exigir. Frente a la miseria tampoco hay que actuar, sino soportarla en la misma perspectiva del mercado. Posiblemente se dará limosna, pero la ética obliga a no tocar la situación de miseria misma. Frente a la deuda externa lo mismo. La ética obliga a cobrarla, aunque perezcan tres continentes enteros. En los problemas resultantes, la caridad puede ayudar con una parte de la suma cobrada. Pero la justicia exige el cobro sin misericordia como imperativo categórico. Lograr la capacidad de tratar al otro en estos términos, es ciertamente un problema moral muy difícil de solucionar. Es moralmente difícil devolver al desempleado a su condición de desempleado sin acción alguna. Es difícil dejar al pobre y miserable en su situación de pobreza sin conmoverse. Es difícil cobrar la deuda externa, cuando se sabe que de eso se deriva un genocidio incomparable. Más difícil todavía, es hacer todo eso como deber, como imperativo categórico. Toda moralidad espontánea se rebela en contra de un comportamiento de este tipo. Esta ética individualista, sin embargo, tiene que lograr precisamente eso. Para que el hombre frente a la miseria decida no hacer nada y para que sienta eso como su deber ético, como su imperativo categórico, tiene que haber en él una inversión de todos sus valores espontáneamente adquiridos. En la vida común se aprende exactamente lo contrario. Se aprende a ayudar al prójimo, a no tolerar su miseria. En la ética individualista, en cambio, se aprende a no ayudarle, a tolerar infinitamente su miseria. Efectivamente, hace falta un cambio de corazones. Por eso, la ética individualista y, más todavía, su privatización, habla constantemente del cambio de los corazones. Tienen que cambiar, para adquirir la dureza del corazón necesaria para lograr un sujeto capaz de sentir la destrucción del otro como su deber ético máximo. Esta ética no es pasiva, sino sumamente activa. Es ética de la acción febril y despiadada en los mercados y de pasividad frente a los resultados desastrosos que origina respecto a los otros. Es una ética agresiva en contra de cualquier compasión o misericordia. Una ética de un individuo solitario que lucha con Dios en contra de todos los otros, y que asegura su soledad por su agresión en contra de cualquier intento de cambiar el sentido destructor de esta máquina del mercado, de este automatismo mercantil. El mismo sentido de esta ética va en contra de cualquier sentimiento de solidaridad humana, a la que se denuncia como un atavismo. Interiorizada esta ética, ella reacciona en nombre de los más altos valores de la humanidad y en contra del sentido de solidaridad. A este sentido de solidaridad lo interpreta como orgullo humano, incluso como el Anti-Cristo. Da por tanto un sustento ideal a la teología actual del imperio, que en cierto sentido no es más que la expresión política y teológica de esta ética individualista. Ciertamente, el fundamentalismo cristiano de los EEUU se ha desarrollado en el ámbito de esta ética individualista, lo que explica, que su politización haya desembocado en esta teología del imperio de hoy. Por supuesto, la ética individualista no es necesariamente puritana en el sentido en que eso ocurre en la ética del fundamentalismo. Ella es una ética privada que presupone e integra la ética individualista. Sin embargo, la ética individualista se puede combinar con otras éticas privadas. La única condición es que se trate efectivamente de éticas privadas que no interfieran en el marco de vigencia de la ética individualista. En buena parte, la ética de la doctrina social preconciliar de la iglesia católica es una ética privada de este tipo. Se ha sometido a la vigencia de la ética individualista y se desarrolla como ética privada en un espacio dejado abierto por la ética individualista. Se enfrenta sólo muy aparentemente a ella. Pero caben también éticas incluso libertinas. La mansión liberal-individualista tiene muchas habitaciones, pero todas están pintadas en el mismo color. Sin em bargo, la politización del fundamentalismo cristiano y su integración en el conservadorismo de masas, tenía que integrar esta ética puritana en una orientación ideológica que respondiera a las razones políticas del imperio, especialmente a la necesidad de formar una contrapropuesta referente a la teología de I a liberación. Este puente ha sido la reformulación del derecho a la vida a partir de la ética individualista. La teología de la liberación, fue elaborada durante los años setenta cada vez más como una teología de la vida. La liberación fue concebida como una situación en la cual se garantiza el derecho de vivir para todos, asegurando la satisfacción de las necesidades básicas para todos, a partir de su trabajo. Al ser teología de la vida en este sentido, se podía integrar con aquellos proyectos políticos que efectivamente s e orientaban hacia la liberación. Resultaba así su cercanía con los movimientos socialistas. La teología del imperio se tenía que enfrentar a esta teología de la vida humana para desviarla. Hizo algo que desde el comienzo del siglo ya habían hecho los movimientos fascistas frente al proyecto d e vida surgido con el socialismo del siglo XIX. El pensamiento fascista lo hizo creando, en la línea del pensamiento de Nietzsche, una filosofía de la vida que, de hecho, no ha sido más que una filosofía de la muerte disfrazada como vida. Es la vida como vitalidad, que vive su máxima expresión al destruir a su enemigo, para extraer el vencedor, de su muerte, su propio gozo de vida. Se trata de un concepto de la vida en el cual la expresión máxima de ella es la muerte inflingida al otro, y el sentido de ser vencedor, en una lucha a muerte como vivencia de la vida. Eso desemboca en la celebración trágica de una lucha en la cual los dos luchadores se matan mutuamente para encontrar su unidad en el momento de su muerte. Toda literatura fascista celebra esta lucha y su trágico final como la verdad de la lucha misma y, por lo tanto, de la vida. (Esta celebración también la podemos encontrar en Vargas Llosa: La guerra del fin del mundo, que es un libro que está compenetrado por estas ideologías fascistas de la vida como vivencia de la muerte, muerte ajena o muerte propia). En la ideología del imperio esta referencia a la vida sigue manteniendo su papel. Sin embargo, no aparece de la misma manera en su teología. Ella necesita recurrir a la afirmación de la vida humana, sin comprometer la propia ética individualista. Por lo tanto, no puede afirmar la vida humana en el sentido concreto como lo hace la teología de la liberación. Pero, por otro lado, no puede servir a la ideología del imperio sin referirse a la vida. Se refiere, por ello, a la vida de los no-nacidos y declara el derecho de nacer como el derecho a la vida. Frente al derecho a la vida que amenaza el imperio y que es sostenido por la teología de la liberación, se monta ahora una máquina propagandística en favor de un derecho a la vida que es completamente irrelevante para la subsistencia del imperio. El derecho a la vida es ahora completamente privatizado, y cada uno decide si lo da o no. Deja de ser un problema de la sociedad y se transforma en un problema del individuo. Aunque el Estado intervenga legalmente en contra del aborto, se trata de una obligación en favor de determinada ética privada en contra de la otra, sin cuestionar el carácter privado de la ética. De esta manera, la teología del imperio afirma el derecho a la vida de los no-nacidos, para evitar el reconocimiento del derecho de la vida para los seres humanos ya nacidos, poniéndose incluso extremadamente rigurosa. Sin embargo, el aborto es producto de una actitud frente a la vida humana, que la propia teología del imperio promueve. Simplemente extiende el tratamiento de los hombres usado y legitimado por el sistema, a la vida humana no-nacida. La libertad de aborto no es más que la libertad de tratar a la vida humana no-nacida igual como se está tratando a la vida de los seres humanos nacidos. No existe la más mínima contradicción entre ambos tratamientos. La ética liberal no tiene ningún argumento para pedir un tratamiento especial a los no-nacidos. Tal como predica dejar morir o matar al pobre, así también se deja morir y se mata a los no-nacidos. Sin embargo, por razones ideológicas, se levanta ahora el derecho de nacer, siendo la actitud ética que pronuncia el derecho de nacer, aquella que lleva al problema de la negación de este derecho. Solamente una afirmación del derecho a la vida de los ya nacidos puede crear una nueva ética que extienda este recono-cimiento de la vida de los hombres a la vida humana no-nacida. La teología del imperio, al negar precisamente esta única fuente posible de una nueva ética frente a la vida no-nacida, se transforma en otra razón más para que el problema que ella ataca continúe. Sin embargo, ahora tiene la bandera que necesitaba para enfrentarse a la teología de la liberación en nombre de algún derecho a la vida "esencial", I "verdadero". Pero sigue siendo nada más que una manera de afirmar el derecho a matar. De esta manera, lo que se ha constituido es una complementación teológica de la ideología del sistema que se enfrenta, con gran coherencia aparente, a la teología de la liberación. Hay ahora una instancia teológica que permite al imperio enfrentarse en todos los campos a los movimientos de liberación en el Tercer Mundo y en América Latina. Su única debilidad es que se trata de una celebración de la muerte disfrazada como vida. Sin embargo, esa debilidad es decisiva. Los pueblos no buscan una muerte disfrazada, sino su posibilidad I concreta de vivir.

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