La posibilidad de un excedente económico se presenta cuando en el proceso de producción se crea un producto material mayor de lo necesario para garantizar la reproducción de los productores directos. Esta posibilidad no depende de que se lleve a cabo un proceso de optimización irrestricta, que recién es un principio económico de las sociedades capitalistas (y socialistas) modernas, no existiendo anteriormente como un problema o una meta consciente. Aun así, un excedente económico potencial existe desde hace varios miles de años (al menos desde la revolución neolítica).
No es necesario o inevitable que este excedente potencial sea apropiado por las clases dominantes, ya que de igual forma puede ser distribuido entre los mismos productores directos, al menos en una determinada fracción. Un excedente existe por el simple hecho de que el producto material es mayor que el necesario para la reproducción (también material) de los productores; y es apenas desde un determinado momento histórico (hace aproximadamente unos 5.000 años) que aparecen los primeros grupos sociales que se apropian del excedente producido por la totalidad de los productores directos. De hecho, las primeras civilizaciones modernas emergen sobre la base de esta apropiación del excedente potencial y gracias a su uso en nuevas actividades que incrementan la productividad del trabajo.
Hasta ahora hemos tratado la división social del trabajo exclusivamente en términos del producto material producido por los productores directos, suponiendo que éstos se apropian del producto total, respetando únicamente los criterios de consistencia formal y factibilidad material, principalmente. Eso, además, nos exigía analizar la necesidad de determinados valores sociales, en especial el de una ética del trabajo básica, que aparece al nivel de los propios procesos de trabajo.
Se trata del hecho de que cada sujeto-productor tiene que organizar sus impulsos de una manera tal, que incluya la necesaria atención, puntualidad y sentido de compromiso, necesarios para realizar el proceso de trabajo. Sin la existencia de esta ética básica del trabajo, no se podrían efectuar los propios procesos de trabajo. Tal ética del trabajo es, desde un inicio, un problema social, porque cada uno de los procesos de trabajo depende, en su posibilidad, de los otros procesos de trabajo. Luego, tal ética del trabajo es asumida e interpretada socialmente dentro de una ética de la cooperación, e incluso, de la solidaridad. Todos tienen que cumplir sus tareas para que cada uno pueda cumplir con la suya. Tiene que existir, por tanto, una ética del trabajo socialmente compartida, para que pueda existir la propia división social del trabajo. La sociedad surge dentro de esta mediación por la división social del trabajo y sólo dentro de esta mediación se concretizan la cooperación y solidaridad necesarias.
La división social del trabajo no es ni causa ni motivación de las relaciones sociales. Sin embargo, el desarrollo de éstas pasa por el desarrollo productivo y, por ello, impulsa la división social del trabajo, que es el ámbito de la objetivación de las relaciones sociales y el ámbito dentro del cual se impone la reproducción de la vida material como la última instancia de toda la vida humana. Cuanto más se desarrolla la división social del trabajo, más tiene que desarrollarse esta ética de la cooperación, dentro de la complementariedad que sostiene la propia ética del trabajo.
Toda esta ética tiene como precondición la prohibición formal de matar. Con todo, de las mismas condiciones de la división social del trabajo se derivan dos tipos de normas estrechamente vinculadas.
El primer tipo son las normas de intercambio. Este intercambio no es necesariamente mercantil; no obstante, tiene que haber alguna regulación de la entrega de una parte del producto de cada uno a los otros y de la recepción de una parte del producto de los otros por parte de cada uno.
El otro tipo de normas son las normas de sobrevivencia, las que regulan que cada uno de los productores tenga acceso, por lo menos, a lo necesario para la reproducción de su vida material.
El primer tipo de normas se deriva de la consistencia formal, y el segundo, de la factibilidad material del sistema. En sociedades muy tradicionales o de lentos procesos de cambio social y tecnológico, los dos tipos de normas pueden fundirse en la norma de sobrevivencia. El conjunto de tales normas se suele derivar de un mundo mítico que sustenta, en términos de la conciencia colectiva, el propio sistema de la división social del trabajo. También, ese mundo mítico solamente se puede sostener si sostiene la división social del trabajo existente y si la consigue mantener dentro de sus límites de factibilidad.
Todo este conjunto de normas es explicable a partir de la división social del trabajo que opera en el plano de la producción material. Si el excedente potencial es apropiado por los propios grupos productores, ellos mismos pueden cumplir con las tareas de organización social de la sociedad (administración, defensa, educación, salud, religión), con un muy bajo grado de especialización en tales tareas. Una mayor especialización y extensión de la división social del trabajo hacia estas funciones, sólo es posible cuando los grupos sociales que se apropian del excedente se transforman en clases dominantes. Desde entonces se provoca una división ulterior del trabajo entre trabajo material (directo, inmediato) y trabajo conceptual (indirecto), y las funciones de la organización social se especializan en un nuevo ámbito de la división social del trabajo.
Al lado de la producción material se manifiesta ahora la «producción de servicios», vinculada al poder de apropiación del excedente de la producción material. Este poder de apropiación del excedente tiene que ser específicamente represivo, por el hecho de que ahora el productor directo produce un producto visiblemente mayor de lo que él recibe como remuneración de su esfuerzo.
En correspondencia con la apropiación del excedente de la producción material por un grupo social, se desarrollan las nuevas producciones de servicios. Estos servicios son sumamente diversos y se van diversificando con el propio desarrollo de la producción material. Además, pronto se transforman en condición de posibilidad de la producción material misma, ya que permiten el desarrollo de la productividad del trabajo material directo y el surgimiento de las primeras grandes civilizaciones humanas, con sociedades estructuradas en clases y el nacimiento de los Estados. Podemos incluir en este desarrollo a las primeras grandes obras de riego, el nacimiento de la ciencia, del arte, de la filosofía, pero también, de un nuevo poder represivo capaz de organizar estas grandes sociedades e imperios y sus luchas de conquista.
Paralelamente al trabajo manual directo, aparece entonces el trabajo indirecto, de gran relevancia para el desarrollo de la productividad del trabajo. En el siglo XIX, los economistas clásicos se referían a este tipo de trabajo como “improductivo”, en contraposición al trabajo directo material, “productivo”. Sin embargo, tal expresión es sumamente confusa, porque parece indicar que estos servicios no realizan un aporte a la producción. Por el contrario, son de alta importancia para la propia producción material, aunque tengan una relación indirecta con ella. De hecho, las civilizaciones surgen a partir de la división del trabajo en trabajo directo y trabajo indirecto, trabajo manual y trabajo conceptual, campo y ciudad, etc. Ahora que, esta especialización en la producción de servicios llevó a la monopolización de la creatividad humana por parte de los productores indirectos de los servicios y, con eso, a la monopolización del poder. Este poder llega a ser un poder de extracción y apropiación del excedente potencial de los productores directos.
Estos servicios de los productores indirectos no pueden ser pagados según su aporte, pues al dar su aporte de manera indirecta, no hay evaluación posible. Entre los productores directos del producto material tales medidas existen, y en última instancia, tal medida es el tiempo de trabajo. En relación al aporte del productor indirecto, en cambio, esta medida pierde su claridad. El conductor o administrador de una obra de riego no tiene la misma relación con su trabajo que el productor material de esa obra de riego. Algo parecido sucede con el artista, el sacerdote, el filósofo o el astrónomo, pero igualmente con el juez y el soldado. Transformados en trabajos especializados en el seno de una división social del trabajo, estas actividades escapan a las medidas unívocas asociadas a los productores directos del producto material.
Cuando con la sociedad moderna aparecen, además, la ciencia y la tecnología como trabajo especializado de tipo indirecto y estrictamente vinculado con el desarrollo productivo, esta situación se acentúa todavía más. Toda creatividad parece estar ahora en las manos de los productores indirectos, mientras los otros productores se transforman en ejecutores que operan las máquinas ideadas por otros.
Estos productores indirectos de los servicios necesitan legitimar sus ingresos, legitimación que se distingue de modo radical de las legitimaciones que se manifiestan entre los productores directos del producto material. Los productores indirectos apelan a valores míticos para justificar sus ingresos: los sacerdotes apelan al servicio a Dios, los filósofos a la verdad, los militares a la defensa de la patria, los científicos al valor del progreso, los capitalistas al valor de la iniciativa privada, que en esta sociedad es un valor que engloba el conjunto de todos los otros valores míticos. No apelan a medidas cuantitativas, porque no hay tales medidas unívocas, sino que surgen justificaciones de estos ingresos, las que presentan un carácter amplísimo. Esta construcción de valores míticos y los mitos correspondientes que los sustentan, señalan el supuesto aporte infinitamente grande de estos valores, junto al cual los valores de la producción material parecen ser inferiores o despreciables. Erigido este mundo de los valores míticos, la producción material parece perder valor. Pero justo por esta razón, sirven para legitimar la apropiación de excedentes y para justificar que sus ingresos siempre son menores de lo que en realidad merecen. De eso se deriva la tendencia hacia la maximización de su participación en el producto total y la limitación (y muchas veces minimización) de la participación de los productores directos en el producto material.
Esta es la razón principal por la cual la apropiación de un excedente —que de por sí parece ser algo necesario e inevitable en el desarrollo temprano del trabajo humano— toma tantas veces la forma de explotación de los productores directos (lo que desde luego, no es inevitable que ocurra).
Sin embargo, su participación real se limita al tamaño del excedente de la sociedad. Aunque puede ser menor, no puede ser mayor. Por consiguiente, para asignar su participación en el producto total nuevamente rige aquella última instancia económica, que norma todo sistema de división social del trabajo. Los ingresos totales de los productores indirectos de servicios tienen un límite dado por el excedente potencial que se puede extraer del trabajo de los productores directos, sin impedir la reproducción de su vida. En caso contrario, se mataría a la gallina que pone los huevos de oro y los propios valores míticos dejarían de existir.
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